Dejamos de pensar en cosas, de no
hacer cosas, y de hablar de cosas; como dejan de caer las hojas de los árboles al
asomar el sol en primavera. Fuimos lo que fuimos porque nunca pusimos más
empeño en ser ni más, ni menos, como quien se acostumbra a tener sed en el
desierto. Siempre te gustó hablar del tiempo, y no de mí; y alardeabas de
conocerme, sin saber que yo era tormenta de verano cada madrugada que tú no estabas.
Y yo que me empeñaba en pensar que nos sucedería la calma, como a toda buena
tempestad, olvidé que dos cuerpos encaprichados en sus diferencias no
coexisten sin inestabilidad.
Á